Memorias, recuerdos, olvido... ¿Alguna vez te has preguntado cuánto tiempo hace falta para olvidarte de algo? Algo pequeño, algo grande, algo horrible o algo hermoso. Algo. ¿Cuánto tiempo es necesario para que la clara imagen del recuerdo de algo cotidiano se convierta en una nube borrosa de lo que alguna vez fue? ¿Cuánto tiempo hace falta para que, por ejemplo, puedas olvidarte de cómo era la luna?... No lo sé, mucho tiempo quizás… aún no recuerdo cuándo fue que deje de recordar que ya no la recordaba más…
Sin embargo, hay cosas que muy a pesar del paso del tiempo son imposibles de olvidar. Aquellos momentos que, de alguna u otra forma, se tatuaron en mi memoria. Momentos llenos de sentimientos, momentos emotivos, momentos alegres, momentos que quisiera algún día poder olvidar…
Quizás no lo sepas, pero tú… tú una vez fuiste la energía que movía mi cuerpo y me hacía caminar sin destino, siempre siguiéndote a donde fueras. Aún cuando al principio no lo supieras… Tu pálido cuerpo me recordaba a la luna, tranquila y elegante, flotando en el cielo. Entonces, la primera vez que nuestras miradas se cruzaron fue como si tú y yo nos convertíamos en uno solo, no había nadie más, sólo nosotros dos; ahí, durante esa milésima de segundo, durante ese momento insignificante en el transcurso del tiempo, pude apreciar en detalle la hermosura de tu rostro: cuántas pecas tenías, el número de colores que se mezclaban el iris marino de tus ojos, la forma de tu boca y la curvatura de tus mejillas… Tú me sonreíste, y yo me paralicé… Tú te volteaste y seguiste caminando, y yo te observé en silencio mientras te alejabas…
Pero entonces, por alguna razón gané confianza y varias veces intenté acercarme a ti, convertirme en algo más que el rostro ocasional que te encontrabas esporádicamente, en algo más que la extensión discreta de tu sombra a la distancia, en algo más que el satélite que orbitaba alrededor de tu ser… Y tú me aceptaste, y yo fui tu amigo… Sin embargo, yo quería más, pero tú no podías darme ese más… no querías ser ese más…
Victima de mi gula y de mi terquedad, muchas veces lo intenté y muchas veces fracasé, y con cada fracaso terminaba cavando un hueco cada vez más profundo. Te ofrecía mi mano y tú eras autosuficiente. Te ofrecía mi hombro y tú no querías llorar. Te ofrecía mis consejos y tú tenias los tuyos… Y yo cavaba, cavaba y cavaba otra vez, hasta que finalmente el hueco se convirtió en una cueva, una cueva oscura y profunda, de paredes sólidas como la roca y donde la luz plateada que se reflejaba sobre tu piel se quedó atrás, en la entrada del hueco que tú me hiciste cavar…
Ahora de la luna sólo quedan rocas, rocas que tallé con su forma, rocas que se convirtieron en ti… Fue entonces cuando tu rostro perdió sus pecas, cuando el iris de tus ojos se tornó terracota y cuando tus mejillas perdieron su curvatura para tornarse angulosas…
Como dije, ya no sé cuánto tiempo hace falta para olvidarte de algo, y ya no sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que dejé de recordar que ya no te recordaba… En cambio, si se que desde el momento que dijiste “Ya no hace falta que nos veamos nunca más”, muchas cosas dejaron de ser igual; y ahora, del pasado sólo quedan… rocas.
Rocas, tierra y oscuridad.
Rocas, tierra y soledad.
Rocas, tierra y… yo…
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03 febrero 2010
Rocas
01 febrero 2010
Viento
Nunca pensé que algún día volvería a este lugar, al menos no sin ti a mi lado. Aquí es donde nos conocimos, ¿te acuerdas? Al igual que ahora, el cielo se teñía de colores naranja mientras el sol lentamente se hundía en el horizonte, bañándose en las oscuras y frías aguas del mar. Las olas, las olas rugían feroces al estrellarse por debajo de nosotros contra las paredes rocosas del acantilado donde nos encontrábamos. Tú tomaste mi mano preocupada, asegurándome que debíamos irnos, mientras que el viento lleno de sal arrojaba tu cabello sobre tu rostro, al mismo tiempo que traía consigo las enormes nubes negras que anunciaban una tormenta… pero de eso hace mucho tiempo ya.
Hoy he venido a despedirme de ti, de estos recuerdos que no me dejan avanzar, de estos recuerdos que me encadenan y no me dejan abrir mis alas para seguir volando alto entre las nubes, alto en el cielo teñido de colores oxidados al atardecer. Alto, alto en el cielo lleno de estrellas de la noche, alto antes de que salga la luna, alto donde pueda sentir al viento…
A pesar de que la vida está llena de momentos, momentos buenos y malos que terminan convirtiéndose en recuerdos, he decidido ser como el viento: libre. Libre de esos recuerdos que atan, libre de esos recuerdos que traen dolor, libre de esos recuerdos que amargan y que no te dejan continuar… De esos recuerdos que, como las nubes más oscuras que flotan en el cielo, el viento arrastra consigo por un tiempo pero, tarde o temprano, los deja atrás… No en el olvido, pero sí atrás en un lugar que sabe visitó, pero que no sabe cuándo volverá…
Así, quizás, algún día nos volvamos a encontrar; y será como ahora, como esta brisa tranquila que rodea mi cuerpo. Y a pesar de que no pueda verte, cerraré mis ojos y sentiré tu mano sosteniendo la mía, tu pecho apoyándose sobre mi espalda y tu mano libre recorriendo mi quijada, guiándola hacia la derecha, donde tu rostro se encontrará esperando mi mirada, con tu cabello ondeando en dirección al mar.
Entonces rodearas mi cuerpo, y bajo el cielo oscuro lleno de estrellas te colocaras en frente de mí. Ahí nos observaremos en silencio, yo en el risco y tú flotando sobre el mar, diciendo con nuestras miradas lo que no nos habíamos dicho en mucho tiempo. Ahí, el viento agitará tu vestido largo y fantasmal, mientras la luna comienza a reclamar su lugar en el, hasta entonces, oscuro cielo de la noche.
Al final, cuando el satélite terminara de salir del mar y su plateada luz se reflejara sobre la inquieta superficie del agua, bailando al compás de la melodía compuesta por las olas y el viento, tú me tomarás de las manos y juntos, saboreando la sal en el aire, navegaremos el cielo bajo las estrellas donde nos perderemos entre la noche, flotando como el viento, libres de nuestros pasados, hasta llegar a la luna…
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26 enero 2010
Ojos de invierno
Como siempre, era invierno cuando pasó por última vez. Un hombre caminaba por la montaña tratando de despejar su mente por un rato. No hacía mucho que había salido de su cálido hogar para dar sólo un paseo. Aquel día, salió con sus botas preferidas para caminar por el suelo cuando está cubierto de nieve. Los árboles del bosque por donde deambulaba, ya habían desnudado sus ramas para dejar que el invierno los arropara durante su letargo temporal. Silencio. Eso era todo lo que se escuchaba aquel día, sólo las pisadas sobre la nieve y la respiración del hombre se atrevían a revelarse ante aquel mágico suspenso.
Ya había caminado por un buen rato, perdido entre sus pensamientos y guiado únicamente por sus pies. Caminaba sin rumbo, disfrutando de lo que él suponía debía sentir el viento al moverse libremente por el mundo. Uno tras otro, veía los arrugados troncos de los árboles pasar a su alrededor, y fue así como la encontró. Al frente de él, a unos 20 pasos de distancia, se encontraba una mujer de tez blanca, casi tan pálida como la nieve, y de extremidades ligeramente alargadas que le otorgaban una cierta elegancia. Su cabello, largo y ondulado, caía libremente hasta la mitad de su espalda, cubriéndola con un denso manto negro que contrastaba con el resto de su cuerpo oculto por un largo y perlado vestido, adornado solo con encajes.
La joven estaba concentrada observando la congelada rama de un árbol víctima del invierno, mientras que sus dedos finos y alargados detallaban las grietas en la madera, contemplando así los recuerdos y las marcas que el tiempo había dejado sobre aquella vieja superficie. Sin embargo, el joven no pudo evitar perderse en la nostalgia de su rostro ni en la tristeza que mostraban aquellos ojos azules como el cielo.
La mujer se agachó brevemente y su mano buscó una pequeña ave que se encontraba sobre la nieve con sus alas extendidas. Estaba muerta, congelada, como cualquier otra víctima más del invierno. “Debe ser por eso que esta triste” pensó el joven, y usando aquello como escusa intentó llamar la atención de la joven, quien al escuchar sus palabras no pudo evitar asustarse, abriendo completamente sus ojos y clavando su mirada penetrante sobre él. Ambos, paralizados por un momento, cruzaron sus miradas en silencio mientras que el susurro del viento se escuchaba a lo lejos. Había algo extraño en ella, de eso él estaba seguro.
Sin decir nada, ella comenzó a correr aterrorizada, alejándose de él con el ave entre sus manos. Confundido, el joven todavía no comprendía lo que había pasado, pero sabía que aquella mujer podía perderse con facilidad en aquel lugar si corría sin rumbo presa del pánico, hasta congelarse y morir, al igual que aquel pájaro. Entonces, él la siguió, abriéndose paso entre la nieve, dejando atrás los troncos de los árboles que cada vez aparecían con más frecuencia y que permanecían inmóviles ante el viento que comenzaba a soplar con mayor intensidad, trayendo consigo las nubes grises que anunciaban una nevada.
Ella corrió y corrió y él la siguió y la siguió, haciendo caso omiso del clima, hasta llegar a un pasillo formado por árboles que se alzaban a sus costados, cuyas ramas se entrelazaban en el aire formando un techo lleno de huecos que dejaba colar los plateados rayos del sol invernal. Era un lugar lleno de contrastes, donde la luz y las sombras se disputaban una batalla dramática por las cortezas de los árboles y la nieve del suelo. Ella lo cruzó sin dudar, mientras que él no pudo evitar detenerse en el umbral.
Sin aliento de tanto correr, el joven contempló por un momento aquel pasillo formado por árboles. Sin duda alguna, ese debía ser un lugar hermoso en primavera y en otoño, donde las hojas de los árboles bañarían a la escena de diversos colores y tonos, llenándola de vida. Sin embargo, los arboles grises y fríos aportaban un aire tétrico que tampoco podía negarse. Levantó una vez más la mirada hacia el cielo y fueron las nubes grises las que le recordaron que debía moverse.
Decidido a abandonar su persecución si la joven no se encontraba al otro extremo, lentamente cruzó el pasillo hasta que finalmente salió de la entramada sombra de los árboles. Ahí, se encontraba un pequeño y tranquilo lago, cuyas aguas oscuras aún no se habían congelado a pesar de lo avanzado que estaba el invierno; y ahí, de pie a la orilla de éste, se podía observar la figura de la joven contemplando la quietud de su superficie.
En silencio, ella se volteó lentamente hasta que su rostro preocupado pudo observar a su perseguidor, permitiendo que él pudiera contemplar nuevamente aquella mirada llena de tristeza, mientras que los copos de nieve que caían suavemente comenzaron a cubrir su cabello ondulado. Extendiendo su mano, él intento acercarse pero ella lo rechazó volteándose lentamente, dándole la espalda, observando los blancos copos de nieve que se perdían después de caer sobre las oscuras aguas del lago.
Levantando levemente el vestido, apenas lo suficiente para revelar sus pálidos pies descalzos, ella comenzó a avanzar hacia el líquido elemento que tenía al frente. Con sutileza, ella intentó meter el pie en el agua, pero en cambio, su plana superficie lo rechazó por completo permitiendo que se apoyara firmemente, como si estuviera congelado. Él joven se quedó inmóvil, “¿acaso aquel lago podía estar en realidad congelado?” pensó. Ella siguió caminando sobre las negras aguas. Un paso, y el agua se aplanaba bajo su pie. Un paso, y la superficie del lago permanecía inmutable. Un paso, siempre firme. Un paso. Otro paso… Deteniéndose, se dio la vuelta para observar con su triste mirada al joven confundido que se encontraba de pie, y lentamente se sentó sobre el lago, dejando que su largo vestido se mojara con sus frías aguas…
Fue entonces cuando el joven cayó presa del pánico, pero ya era demasiado tarde. Al ver cómo él se preparaba para correr y alejarse de ahí, la joven sólo preguntó “¿no vas a venir?” y el joven se detuvo en seco. Esas cuatro palabras pronunciadas suave y gentilmente, resonaron con un tono triste y melancólico, rompiendo por un momento con el silencio que agobiaba al lugar.
Poco a poco, el joven se dio la vuelta para que su mirada encontrara nuevamente aquella cabellera negra y aquellos ojos azules llenos de lamentos, y entonces comenzó a caminar. Un paso, y su pie se hundía en la nieve. Un paso, y su respiración se tornaba más pesada. Un paso, y su corazón latía con mayor preocupación. Un paso, y sus ojos vieron cómo la joven se enderezaba lentamente. Un paso. Otro paso… y su cuerpo se encontraba ya a la orilla del lago. Deteniéndose como si dudara, el joven bajó la mirada y estiró el pie hacia adelante… Un paso, y su pie se hundió en las tranquilas aguas del lago. Un paso, y su cuerpo se mojaba cada vez más en aquella fría y líquida oscuridad. Un paso, y su cuerpo se sumergió para siempre. Un paso. Otro paso…
En la oscuridad, bajo la superficie de aquel lago, él vio nuevamente a la joven con su larga y frondosa cabellera negra flotando en el agua, mientras los plateados rayos de luz danzaban junto con las tranquilas y suaves olas de la superficie. Sin embargo, fueron aquellos penetrantes y brillantes ojos azules, llenos de remordimiento, lo que más lo tranquilizó. Aquellos ojos azules que lo miraban, mientras que con gentileza sus finos y alargados dedos colocaban el rígido cuerpo de un ave pequeña y de alas extendidas sobre el hombro de una estatua, una de las tantas estatuas inmóviles de hombres congelados que yacían en el fondo del lago, victimas de aquellos tristes ojos azules, aquellos ojos de invierno…
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24 enero 2010
El último baile
Tú siempre fuiste especial para mí. Aquella sonrisa tuya que nada más con asomarse en esa mueca imperfecta, en esa leve curvatura en la esquina derecha de tu boca, tan tímida pero tan hermosa, pícara y juguetona, bastaba para que yo cediera como la roca lo hace con el agua, sin importar que tanto me opusiera al final.
Tus lágrimas… Tus lágrimas tenían el poder de hacer que me enfrentara contra la ola más grande en la peor tormenta de la historia, sin importar que tan pequeño fuera ante aquel enemigo despiadado que te hizo derramar tu dolor, tu tristeza, sin importar que esa ola fuese por mi culpa… solo importaba el camino de amargura que aquella lágrima salada había marcado sobre tu rostro al deslizarse por tu mejilla…
No importaba el momento, no importaba el gesto, no importaba el lugar, cada vez que hacías algo no podía evitar atrapar ese instante en mi mente y buscarlo de regreso cada vez que me acordaba de ti. La sutileza con la que tu mano derecha soltaba tu antebrazo izquierdo y se iba a reposar en la base de atrás de tu cuello cuando estabas nerviosa, la forma como te levantabas después de haber estado sentada perdida en tus pensamientos, o la manera elegante como preparabas tu cuerpo antes de comenzar a bailar.
Yo siempre estuve ahí, cada vez que estirabas tu mano o levantabas tu pierna, en cada giro o en cada salto, siempre estuve a tu lado, observando cómo tu sudor se escapaba y abandonaba tu cuerpo. No podía evitar perderme en el tiempo cada vez que te veía bailar… Tu rostro, tu expresión, tu mirada esmeralda, tu boca…
Aún ahora, después de que nos separamos, todo esto sigue igual. Aquí, mientras tu bailas bajo esta nieve de tonos naranja, mientras tu saltas bajo las chispas amarillas, mientras giras bajo los trozos de papel que flotan cubiertos en llamas antes de convertirse en cenizas, aún ahora mi cuerpo sigue a tu cuerpo mientras bailas, aún ahora mi brazos esperan ansiosos a que bajes y te reúnas con ellos cuando saltas, aún ahora mi mano sostiene las tuyas para que gires a tu alrededor, aún ahora… cuando ya no puedes verme.
Y aquí, aunque la ola me venció antes de levantarse en esta habitación cubierta en llamas, no puedo más que acompañarte y bailar contigo, como lo hacíamos antes, esperando el momento cercano en que el fuego te arrope entre sus brazas, y destruya esta barrera invisible que nos separa, hasta que tu mirada hipnotizante se pose en mí nuevamente y me puedas volver a ver
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